No recuerdo su nombre ni su cara. Lo que
si recuerdo es que aquel artista y maestro llevaba el pelo un poco
largo, su taller de plástica tenía un rincón en el que ordenaba
materiales de desecho que él mismo había recogido por ahí y dedicaba su
tiempo a cosas tan incomprensibles como abrir su espacio para que
aquellos que queríamos pudiéramos ir por la tarde a compartir un espacio
de tranquila creación. De intima creación.
Amasábamos barro, manchábamos telas o papel y hablábamos.
Hablábamos de la vida, de nuestros sueños de adolescentes en un mundo
que se abría y en el que queríamos ocupar un lugar activo. Todo ello lo
expresábamos con nuestras manos y nuestros cuerpos. Mientras él nos daba
herramientas para que pudiéramos explotar al máximo nuestra capacidad
expresiva: Nuestras ganas adolescentes por expresarnos.
Hace alguna década me llegó la noticia de
su muerte temprana y recuerdo que la sentí como la de un familiar
cercano. Alguien íntimo.
Cuatro décadas después me veo preparando,
una vez más, una ponencia para un grupo de docentes en la que intentaré
tatuar una letanía que he escrito por activa y por pasiva y que me
lleva –tantos años después- a la memoria de este maestro: